PSICOLOGIA › REFLEXIONES A PARTIR DEL TERREMOTO
La voluntad de vivir
A partir de los sucesos en Japón, y tomando en cuenta el último texto que escribió Gilles Deleuze, la autora se refiere a “una vida”, esa que “atraviesa al sujeto” y que “se diferencia en su desnudez, en su intensidad, en su exceso de potencia”.
Por Esther Díaz *
Japón se conmocionó. Maremotos, terremotos, tsunamis. Incluso las centrales atómicas fueron zamarreadas por las fuerzas naturales. Grietas, fuga de radiación, confusión, descontrol, devastación. Miles son los muertos, millones los irradiados. A once años de comenzar el siglo, la hecatombe de Japón parece actualizar los fantasmas del milenio.
Sin embargo, después de los terremotos naturales, bélicos, ideológicos y nucleares, la vida sigue su rumbo. Se filtra por las fisuras de las rocas, surge de árboles achicharrados, brota de los vientres de embarazadas muertas, se solaza en las entrepiernas de los jóvenes, se reproduce entre las cenizas, la basura, la carencia y la opulencia, se expande en la espesura de otras vidas queriéndose a sí misma, luchando por imponerse, viboreando entre los peligros, resistiendo.
“La inmanencia: una vida...” (en Dos regímenes de locos, ed. Pre-Textos) es el título que eligió Gilles Deleuze para un último y breve escrito que envió a la prensa poco antes de morir por decisión propia. Para hablar de “una” vida (y no de “la” vida) en primer lugar pone en pie de igualdad inmanencia y vida. No introduce un verbo entre ambos sustantivos: la inmanencia no es una vida, menos aún la vida. Inmanencia y vida se juntan y separan mediante un enigmático signo, los dos puntos. La vida está en el entre, en la relación, en el agon entre ella y la otredad, en el vacío trascendental en el que irrumpe. Vida desnuda de códigos culturales, morales o jurídicos, vida como potencia. Beatitud plena. Suspendida, porque en suspenso siempre está una vida, como esos tres puntos que, en el título, también permanecen en suspenso.
Una vida circula por un puro flujo de conciencia a-subjetiva, se explaya en una duración sin yo liberada de sujeto y de objeto pero siendo, permaneciendo en la inmanencia. Deviniendo. Libre de atributos o preconceptos. Vida no personal, aunque sea habitada por personas. Mi vida soporta calificaciones, como la de cualquier ser vivo. Pero en tanto vida es indefinida. Persiste interceptando el caos como un plano. Se percibe en los bordes de la muerte o en la actualización de un acto absurdo y la mayoría de las veces ni se percibe, fluye.
Una vida –como una sonrisa– necesita condiciones de existencia que la sostengan y se da en un campo trascendental, aunque no trascendente. Acaece en la materialidad aquí y ahora. No se trata de un trascendental kantiano necesario, a priori y universal. Se trata de un trascendental sin trascendencia, histórico, condiciones de posibilidad de lo viviente. Una vida es materialidad incorporal sobre la que se monta y se pliega la vida individual.
Dice Deleuze que nadie ha narrado mejor que Dickens lo que es una vida, cuando relata (en Nuestro amigo común, ed. Espasa Calpe) que un vil sujeto despreciado por todos agoniza. Quienes lo rodean lo asisten con desdén. Pero cuando su respiración se torna tan tenue que parece cesar, sus asistentes comienzan a preocuparse, tratan de reanimarlo, atisban el menor signo vital. Es como si todas las aborrecibles particularidades del malhechor se hubieran esfumado y persistiera, como surfeando sobre las olas de la muerte, simplemente una vida.
En ese momento todos se empeñan en salvarlo, de manera que en lo más álgido de su agonía el depravado siente que algo dulce lo penetra. Pero a medida que se recupera, quienes lo rodean se tornan cada vez más esquivos y el malhechor, al mismo tiempo que la vida, recupera su grosería y su crueldad.
Entre su vida y su muerte hubo un momento en el que no fue más que una vida. La vida del individuo le cedió lugar a una vida impersonal, aunque singular, de la que se desprende un acontecimiento puro liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, de la subjetividad, de los objetos. Vida de pura inmanencia. Vida singular de un hombre que ya no tiene nombre, pero no se confunde con ninguna otra vida. Una vida sin cuerpo, como la sonrisa sin gato del mundo maravilloso de Alicia.
Pero es obvio que una vida no se limita al momento universal de la muerte individual. Una vida está en todos lados, atraviesa al sujeto viviente, mide tal o cual objeto vivido. La singularidad o los acontecimientos constitutivos de una vida coexisten con las vicisitudes de la vida correspondiente, pero una vida se diferencia en su desnudez, en su intensidad, en su exceso de potencia sin representación. Deleuze ilumina su concepto aludiendo a los bebés. Ellos están atravesados por una vida inmanente que es pura potencia. Aún no están definidos y no poseen individualidad, pero poseen singularidad: una sonrisa, un gesto, un mohín. Y en la medida en que adquieren rasgos individuales se van determinando. Se van cargando con culpas, con ilusiones, con anhelos, con miedos, con determinaciones empíricas. La vida individual es inseparable de esas determinaciones que se apoyan y sostienen en una vida.
Este concepto nos conduce a una comprensión posible de la intensidad vital que se impone después de las catástrofes reales. Pues tanto la vida subjetiva como la colectiva se determinan no solamente por sus condiciones empíricas, sino también por los códigos vigentes, las culpas impartidas, el miedo a la materialización de los fantasmas. Esa carga abominable que, en la metáfora nietzscheana, nos asemeja a un camello.
Una vida no se moldea con códigos epocales, morales, sentenciosos, resentidos, vengativos o justos. Busca reafirmarse existiendo. Se derrama, rebasa, chorrea intensidad. De lo contrario, ¿cómo sobrevivir después del espanto?, ¿cómo hacer poesía después de los campos de exterminio?, ¿cómo volver a amar habiendo soportado a un golpeador?, ¿cómo hacer el amor después de la violación o del robo de niños?, ¿cómo seguir habitando en una isla después del terremoto?, ¿y en la costa después de un tsunami?, ¿y en un país en el que las centrales nucleares eclosionan?, ¿cómo vivir en las estribaciones de la herida? Incluso cabe preguntarse, ¿es propio de la racionalidad tecnocientífica arriesgar vidas montando centrales atómicas sobre un tembladeral?
Pero la vida y la muerte nunca son en sí mismas problemas científicos. Porque la ciencia se maneja con la verdad y la vida es del orden del error. Los conceptos que articulan una vida son los medios por los que un ser extrae información de su entorno y lo estructura. Se vive en una relativa movilidad y no inmovilizando el estado de las cosas. Se vive en una vorágine que no tiene punto de vista fijo, que se desplaza para nutrirse, que establece relaciones, que más que buscar la verdad procura la reafirmación de la existencia. En la vida, según Foucault, el error constituye el centro de los problemas (Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida, ed. Paidós). Vida: atropello, saltos cuánticos, error y azar, resistencia a lo inerte.
Lo viviente subsiste en un estado supremo de afirmación de la existencia en el que hasta el dolor –cualquier tipo de dolor– está incluido continuamente como medio de potenciación. Lo viviente quiere desplegar sus excesos. Donde hay vida hay súbitas explosiones de fuerza. La voluntad de vivir es, según Nietzsche, voluntad de poder (Fragmentos póstumos, ed. Norma). Una voluntad no racional sino impulsiva que no es patrimonio exclusivo de lo humano, ya que atraviesa lo orgánico y lo inorgánico. Se manifiesta en la intensidad de la ola descomunal que brega por imponerse a todo lo que se le cruza en el camino, o en el movimiento de un pequeño gusano surgiendo de un cadáver. Esta voluntad de reafirmación incita incluso a los voluntarios japoneses que tratan de enfriar la furia de las partículas atómicas, aunque su vida les vaya en ello, pero que aspiran a que una vida continúe independientemente de ellos. Reafirman así la posibilidad de que, más allá de los miedos, se realice el prodigio no tanto de seguir vivo, sino de que la vida siga siendo.
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