DOMINGO, 9 DE ENERO DE 2011
LEYENDAS > TANEDA SANTOKA, EL POETA PEREGRINO (1882-1940)
Cómo me hice monje
Hijo de madre suicida y padre borracho. Casado en un matrimonio arreglado. Puesto a cargo de una fábrica de sake siendo alcohólico. Intelectual socialista llevado preso. Golpeado por los pasajeros del tren bajo el que quiso matarse. La lista de fracasos, rechazos y derrotas de Taneda Santoka sólo pareció interrumpirse cuando fue ordenado monje en 1929. Pero al poco tiempo abandonó el monasterio y se entregó al desapego absoluto de caminar, aceptar lo que pusieran en su cuenco y escribir haikus inauditos que, con humor y libertad, nacieron del corazón de la soledad. La antología El monje desnudo, publicada en España, rescata para Occidente la obra inédita en castellano de este japonés leído con devoción por las generaciones japonesas post Hiroshima.
Por Guillermo Saccomanno
Un chico de once años observa cómo extraen a su madre muerta del pozo de agua de la casa. El padre, un terrateniente borracho y putañero, ha sido la causa del suicidio. Así puede empezar el camino poético de Taneda Santoka (1882-1940). “En mi principio está mi fin”, escribe en sus cuartetos T. S. Eliot. Y ésta puede ser también una explicación, de principio a fin, del camino elegido por el monje trashumante. La conjunción de monje y poeta puede resultar contradictoria, sin embargo refiere una coherencia si se entiende la vida como camino, al monje como peregrino y al poeta como responsable de una elección en la que pesan el desapego y la comprensión de la naturaleza como carente de moral. “El Cielo y la Tierra no reconocen benevolencia”, ha escrito Lao Tsé en el Tao Te Ching (según la inteligente edición a cargo de Leonor Calvera). Camino, en este caso, carece también del significado que Dante le otorga a su vida como trayecto culposo interesado en redención y recompensa. Camino en Santoka es el Tao. Y un trabajo constante con el silencio. “La abundancia de palabras pronto se agota/ lo mejor es mantenerse en el centro”, dice Lao Tsé. Por su parte, Santoka escribe: “Penetra la luz de la luna/ hasta la cocina/ Estoy solo”. La soledad que trasunta su poesía es insondable. En japonés, “luz de luna” se dice “sombra de luna”. Pues bien, Santoka escribe desde este lado de la luz, el de la sombra. Lo que explica también por qué es uno de los poetas más leídos por las nuevas generaciones japonesas post Hiroshima junto con Sinichi Isakana, más conocido como Takuboku, cuya obra, una colección de tankas, fue antologizada bajo el título “Un puñado de arena”. Al acercarnos a esta poesía cabe preguntarse cuál es el secreto de su aura en superficie enigmática, que ha inspirado, por ejemplo, a Roland Barthes, a iniciar su seminario sobre “La preparación de la novela” con un análisis del haiku que, dicho sea de paso, no logra atenuar su eurocentrismo. ¿Acaso Barthes, que proyecta su curso con Proust como paradigma novelesco, no está sugiriendo que todos los tomos de A la búsqueda del tiempo perdido pueden concentrarse en dos o tres versos? En El libro del haiku el crítico Alberto Silva define: “El haiku es algo que ocurre fuera de la lengua”. A la vez, en el haiku, como paradoja, lo que importa es la lengua, su uso, el decir que contiene el misterio y también el satori. Para la revelación es necesario un empeñoso, no forzado, desapego absoluto: “Rodeado por arbustos de té/ llevando una existencia/ anónima”, escribe Santoka insinuando que lo que cuenta es esa verdad intuida y no su propiedad intelectual. Nada más distante del Tao que los conceptos de propiedad y de intelectualidad: bloqueo total del yo y una fusión con lo cotidiano que no es antagónica con el desapego. “Cuando trabajo la tierra/ a solas/ surge una canción”, escribe Santoka.
El monje desnudo. 100 haikus Edición y traducción de Vicente Haya, Akiko Yamada y José Manuel Portales. Prólogo de Chantal Maillard Miraguano Ediciones, Barcelona 203 páginas
La visión del cuerpo materno extraído del pozo atormentará al chico y complicará su vínculo con las mujeres, pero si Santoka debe elegir entre una noche de erotismo y escribir un haiku, Santoka no dudará. En su crack-up, los componentes trágicos que lo justifican no son escasos: además del suicidio materno, el derrumbe del padre y su economía, el suicidio de otro de sus hijos, el alcoholismo precoz del mismo Taneda. El padre procura diversos negocios para recuperar la posición económica, desde un almacén hasta una librería de usados, y, tratando de ayudar a su hijo, le busca una esposa y lo pone al mando de una fábrica de sake. El matrimonio y la destilería, inexorable, tienen fecha de vencimiento. No obstante, a pesar de que la suerte le falla una y otra vez, Taneda lucha contra una profecía de su abuela: “Es tu karma, decía mi abuela. Pero cuando yo lo digo significa otra cosa. Es una revelación en solitario. Después de todo, mi camino es el de seguir mi estupidez hacia el final”, escribe en su diario.
Si la poesía se transforma en sacramental, la misión del poeta consiste en el sacrilegio. Esta y no otra pareciera ser la lección hierofante de Santoka, el bonzo borracho que, en su recorrido autodestructivo, irá derrapando hasta el fin de sus días sin abandonar ni el sake ni la poesía. “Mi cuenco de mendigar/ ha aceptado/ las hojas que le han caído”, escribe. Su austeridad no es pose sino un estilo existencial. “Está lloviznando/ No hay quien lea/ la señal del camino.” Es que Santoka pide abandonar todo enfoque prejuicioso: una estética del despojamiento, eso. El mejor ejemplo, el primer haiku que inaugura esta antología: “En la más honda espesura/ de la montaña/ llegar a la desnudez”.
Al tratarse de la forma haiku, los occidentales padecemos la inequívoca tendencia de convertir esta poesía en una pagoda a la que acceden sólo elegidos. El haiku, en su compleja sencillez, conectando el uno con el todo, está ahí, al alcance de quien se le arrime.
Hay que subrayar el lúcido y ameno prólogo de Chantal Maillard, estudiosa del género, a El Monje desnudo: “Se ha dicho que el haiku es como una piedra lanzada en el estanque del espíritu del que escucha, imagen, ésta, extremadamente parecida a la que utilizó en el siglo IX el autor del primer gran Tratado de Poética que se conoce, el Dhvanayaloka o “Teoría de la resonancia”. “La palabra poética”, decía Anandavardhana en este tratado, “tiene, a diferencia de la palabra en su uso coloquial, la facultad de sugerir. La sugerencia poética semeja las ondas que se propagan concéntricamente en la superficie cuando una piedra cae en un estanque, o las que transmiten por el aire después de que el badajo haya golpeado el bronce de una campana. La resonancia alcanza el corazón del oyente y, cuanto más ancho sea el radio desde el lugar del impacto al de la recepción, tanto mayor será el espacio de resonancia. La resonancia no ha de ser entendida aquí tan sólo como connotación, es decir, como ampliación de la significación a nivel semántico por sugerencia analógica, sino también, y sobre todo, como la capacidad de modificar anímicamente al receptor y de evocar en él estados sentimentales. La resonancia tiene, más que nada, el carácter de inducción empática.” Maillard desacartona el tufito elitista que se le ha impregnado en Occidente a esta poesía. Titula su ensayo: “Orinar en la nieve”. Y así resume el irónico y desacartonado sentido existencial de la obra de Santoka, quien burla las reglas del género violentándolas al huir de la métrica convencional y reducir a veces un poema a una sola línea, con un humor a veces piadoso y otras destemplado.
Una secuencia de tres haikus narra: 1) “En la más honda espesura/ de la montaña/ llegar a la desnudez”; 2) “Un revolcón en la hierba/ Los calzoncillos/ Ya están secos”; y 3) “Libélula,/ estoy en pelotas,/ a ver dónde vas a posarte”. No hace falta demasiada perspicacia para advertir que el monje desnudo tendió a secar su calzoncillo y el lugar donde fue a posarse el insecto fueron sus genitales. “Un manotazo a una mosca/ otro a un mosquito/ y otro a mí mismo”, bromea consigo. De este modo el haiku, proponiendo que únicamente la desnudez accede a lo evidente, se ofrece como una poesía donde lo táctil y los sentidos todos tienen más trascendencia que los revoloteos metafísicos.
En su diario, Santoka anota: “Si escribiese una autobiografía tendría que comenzar de este modo: ‘Los infortunios de mi familia comenzaron con el suicidio de mi madre cuando yo tenía once años. Fue el gran acontecimiento de mi vida, tal vez el único que tuvo importancia. Mi madre no puede ser culpada. Nadie puede serlo. Si se ha de culpar a alguien, se tiene que culpar a todos. Es la condición humana a la que se tiene que culpar. Oh mi madre! Qué recuerdo’”. Pero no son en ocasiones estos autorreproches en el diario los que expresan y revelan sus sentimientos tal vez con mayor poder de síntesis y desgarramiento. Como ejemplo, dos haikus referidos a la madre, el primero escrito en el 47º aniversario de su muerte: 1) “Ofrendando fideos/ Madre / Yo también comeré”; 2) “Dientes de león cayendo,/ la muerte de mi madre,/ aquello en lo que pienso incesantemente”.
Pero Santoka, a pesar del humor con que juega con las formas tradicionales, no es jamás un improvisado. En su juventud ha estudiado Letras –habrá de contarlo en su diario– y comenzado sus primeras búsquedas literarias al publicar, en 1911, una serie de traducciones de Turgenev y Maupassant en la revista literaria Seinen. Ese mismo año, integra un grupo de poetas abocados al estudio y la experimentación del haiku. “No busco el camino de los antiguos. Busco lo que ellos buscaban”, había escrito Basho. Santoka adopta su ejemplo. Le apasiona encontrar un verso afilado que respire libertad. En este camino, no anda lejos de los transgresores occidentales de su tiempo jugados al verso libre: Eliot, Ungaretti, Apollinaire, entre otros. El siguiente poema de Pound, aunque extenso, bien podría pertenecer a Santoka: “Cuando considero detenidamente los curiosos hábitos de los perros/ me veo forzado a sacar la conclusión/ de que el hombre es el animal superior.// Pero cuando considero los curiosos hábitos del hombre,/ confieso, amigo mío, que me quedo perplejo”. Hay que destacarlo, el compromiso de Santoka con la vida lo induce al compromiso, y en lo político se hace socialista como otros jóvenes intelectuales contemporáneos: Takiji Kobayashi, el autor de Kanikosen, el pesquero, y el ya citado Takuboku. Entonces, además de todos los dramas que lo acosan, como el fracaso conyugal y el rechazo familiar, la cárcel. Al recuperar la libertad, continúa su peregrinaje solitario. En este punto, cabe recalcarlo aunque parezca obvio. Santoka no escribe sobre la soledad. El mismo es la soledad. Ejercicio de introspección que mantiene zonas de contacto con los aforismos de Wittgenstein, zonas donde la escritura poética expande lo filosófico.
En su registro sin autocompasión del desapego absoluto, Santoka describe a lo largo de los años y los poemas cómo va perdiendo los dientes: “No tengo dinero, no tengo cosas,/ No tengo dientes.../ Estoy completamente solo”. En su diario anota: “Mendigar debiera ser como las nubes fluyendo y como el agua fluyendo. Si permanezco en un lugar aunque sea por un momento, me enredo. ¡Que mi mente sea como el agua! ¡Que mi mente sea como el cielo! Me gusta el sake y también el agua. Me gustaba el sake más que el agua hasta ayer. Hoy me gusta el agua tanto como el sake. Mañana podría gustarme el agua más que el sake. A veces siento que he vivido diez años en uno. Lúcido o borracho, cada vez que escribo un poema lo hago vacío de cuerpo y mente. Es el poema quien me escribe”. También: “Me sirvo sake. Del sake sale mi poesía: ‘Sake es el haiku de la carne,/ haiku es el sake del alma’”.
“No soy otra cosa que un monje errante”, anota en el diario. “No hay nada que se pueda decir de mí excepto que soy un peregrino loco que ha gastado toda su vida de aquí para allá, como las plantas que flotan en el agua que va discurriendo de una orilla a otra. Parece patético pero he encontrado la felicidad en esta vida miserable y tranquila. El agua fluye, las nubes pasan, sin nunca pararse ni establecerse. Cuando sopla el viento, caen las hojas. Como nadan los peces o vuelan los pájaros, yo ando y ando, y sigo adelante...” En el transcurso de su vagar, no faltan los estallidos de angustia, las catástrofes mentales y un intento de suicidio. “Paso a paso, pareciéndome/ en las manías a mi padre.../ que ya no está”, escribe. Se acuesta sobre la vía de un tren. Pero la locomotora frena a tiempo. Los empleados del ferrocarril y los pasajeros lo agarran a golpes. Un bonzo lo rescata y le propone ingresar a un monasterio. “En febrero de 1929 fui ordenado monje y me convertí en residente en Mitori Kannon-do. Era una verdadera vida solitaria en el bosque, en lo que concierne a la quietud era quieta, y a la soledad era sola, tal era allí la vida.”
Pero la disciplina monástica no lo convence. Y se marcha: “He retornado al ‘mundo de la existencia’ después de una larga lucha y siento como si hubiera ‘vuelto a mi propio hogar y estuviese cómodamente sentado’. He estado a la deriva por un largo tiempo –no solamente mi cuerpo sino también mi mente–. He sufrido por cosas que debieran existir, y me he atribulado por cosas que no puedo evitar que existan, y ahora finalmente puedo estar en paz con las cosas que existen. Ahí es donde me encuentro ahora. Tanto las cosas que debieran existir y las cosas que no puedo evitar que existan, están contenidas en las cosas que existen. Cuando uno conoce las cosas que existen, conoce todas las cosas. No estoy tratando de abandonar las cosas que debieran existir, ni tampoco estoy tratando de escapar de las cosas que no puedo evitar que existan, ésta es mi actitud presente que busca entender el ‘mundo de la existencia’. Lo esencial para alguien que escribe poesía es escribir poesía en sí misma. Debo expresarme a mí mismo como poesía: es mi deber tanto como mi esperanza. Las piedras de granizo al golpear, y la convicción de que el granizo golpeándome es un azote divino. Debería encontrar la forma de expresarlo, de encontrar palabras para expresar ‘golpeando’ o ‘azotando’”, escribe en su diario en el otoño de 1934.
El deterioro, del que a veces emerge con asombro, hace su trabajo de zapa: “Profundamente emocionado/ por seguir vivo/ Es hora de remendar mis ropas”. Si bien interpreta el declive como un proceso natural, es también cierto que muchas veces Santoka zafa a través de la solidaridad de sus admiradores, que se irán volviendo legión, como habrán de serlo, en la actualidad japonesa, sus lectores. “El largo puente/ que nunca volveré a cruzar/ Viento de eternidad”, escribe. Una de las últimas entradas a su diario: “En diciembre 15, 1939, gracias a mis amigos en Matsuyama, y por las siguientes circunstancias, he decidido quedarme aquí por algún tiempo, o quizás, hasta que muera. Un buen amigo, Ichijun, me cargó sobre sus espaldas desde la posada en Dogo a esta nueva casa al pie del Mikizan. La casa está en una altura y es muy tranquila. La montaña es bella, el agua sabe bien, y la gente aquí parece ser agradable. En realidad es una casa demasiado buena para un viejo vagabundo. Es más de lo que merezco pero la he aceptado agradecido. Esta ‘casa para vagabundo’ es más hermosa y cálida que la de Yamaguchi (Gochu-an)”. Un último haiku parece indicar que ha quemado buena parte del diario: “El diario que tiré al fuego/ ¿Sólo estas cenizas?”. Y después, ¿qué? “Sin pensar en nada/ rompiendo ramitas secas”. Después también escribe este otro haiku: “Ya que las montañas están en calma /Me quito mi kasa”.
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